La nanotecnología se aplica a la actividad agrícola y permite conservar y estabilizar vitaminas, enzimas o proteínas y añadirlas a los alimentos. Los drones vigilan las plagas y transmiten en tiempo real a las tabletas de los agricultores el estado de los cultivos. En los últimos años se han construido las obras de ingeniería más avanzadas de la historia, puentes, túneles, presas, viaductos, edificios… En multitud de ciudades se han realizado innovaciones revolucionarias para mejorar la movilidad, hacer sostenible el uso de los recursos, ahorrar costes o diseñar hábitats más acogedores y satisfactorios… Y lo mismo podría decirse de lo ocurrido en todas las demás dimensiones de nuestra vida, en la educación, el cuidado, el comercio, el transporte, la conservación del medio ambiente… Unos cambios que resultarían todavía más prodigiosos si los comparamos con la realidad de hace cincuenta o cien años.
Sin embargo, la paradoja aparece porque junto a estos avances colosales fruto de la inteligencia humana más excelsa, hay situaciones no menos impresionantes de carencia.
A finales de 2020, la población mundial era de 7.821 millones de personas. Pues bien, según los datos que proporcionan los informes sobre desarrollo humano de Naciones Unidas, de ellas, 4.200 millones no disponían en ese momento de saneamiento gestionado de manera segura, 3.000 millones no tenían instalaciones básicas para el lavado de manos, 2.600 millones utilizaban fuentes energéticas nocivas para cocinar, 2.200 millones no contaban con servicios de agua potable, 2.000 millones carecían de un retrete, 1.800 millones no disfrutaban de vivienda digna y unos 900 millones vivían en asentamientos informales. 1.000 niños morían de media cada día por falta de agua, y unos 750 millones vivían sin acceso a la electricidad. En ese año, 1 de cada 4 centros de atención de la salud carecía de servicios de agua, 1 de cada 3 de acceso a la higiene de las manos en los lugares en que se presta atención, o de medios para separar los desechos de manera segura.